¿Es posible un concilio?

Carlos Ávila Villamar
11 min readSep 30, 2022

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Escribo desde una distancia cobarde. Cuba lleva más de dos días sin electricidad, y más de dos años de crisis alimentaria y sanitaria. Hay protestas en las calles, hay patrullas de policía, no hay acceso a internet (estas líneas las leerán personas que no estén en Cuba). Quiero ingenua y desesperadamente tratar de calmarme, y escribo para ordenar ideas que llevan mucho tiempo en mi cabeza. Me he preguntado qué va a pasar a la larga: si no mañana, en un mes, o en un año, o en cinco años. Creo que la frase “el destino de la nación” es ampulosa y hueca. Quiero hablar sobre el destino de la gente que todavía vive en la isla. No hay duda de que hace mucho que una revolución no es la que gobierna la isla, pero quizás por terquedad o agenda política (por temor a las connotaciones de la palabra) ni la oposición ni el gobierno acaban de llamar revolución a un sentir colectivo, profundo y mayoritario, que se ha venido dando desde hace un tiempo. Si me preguntan, diré que sí, que el 11 de julio, y quizás esta noche, “la calle ha sido de los revolucionarios”.

A lo largo de mi último año en Cuba tuve que hacer un esfuerzo impresionante para que mis conversaciones sobre cualquier tema no terminaran una apología del ensayo “El conocimiento inútil”, de Bertrand Russell. Esto se debe en parte a que la política ha dominado las conversaciones dentro de Cuba, y dentro de la política ha prevalecido una comprensible, persistente indignación ante la incompetencia, deshonestidad y desvergüenza de los gobernantes cubanos: una idea fija alimentada por las mentiras que escuchamos en los noticieros, las historias tristes de las personas que conocemos que han sido golpeadas y apresadas por salir a manifestarse pacíficamente, la pobreza, el hambre, los cortes eléctricos, la falta de agua, de medicinas, la muerte, el desorden, la corrupción y demás. Los cubanos nos hemos obsesionado con Cuba, porque nos hemos visto obligados a hacerlo. Hay consecuencias lamentables, no lo bastante discutidas, de esta obsesión. Si atendemos lo que dice Russell en “El conocimiento inútil”, la principal consecuencia es terminar desconociendo aquello con lo que supuestamente estamos obsesionados. Ese objeto que no paramos de ver, lo queramos o no, se terminará volviendo borroso, del mismo modo en el que antes se había vuelto borroso lo que estaba a su alrededor.

La culpa de cualquier fanatismo recae en una obsesión. Es lo que pasa con aquellos que comienzan a creer en teorías conspirativas: están obsesionados con un problema, no encuentran una explicación y, descartado lo imposible, comienzan a creer en lo improbable, y resulta muy fácil priorizar inconscientemente aquellas explicaciones que refuerzan nuestros prejuicios, y si somos personas apasionadas, si adoramos y odiamos con pasión (sentimientos que irrevocablemente van de la mano, para nuestra desgracia), aparecerá alguien a quien culpar, alguien a quien odiar, y por contraste se nos proporcionará la ocasión de adorar a alguien que sea una representación factible de esa nueva idea que nos domina. Si conozco tan bien cómo funciona se debe a que yo también he sido un fanático. Entre 2016 y 2018, por ejemplo, período en el que hubo una lenta transición hacia la propiedad privada en Cuba, culpé a la naciente burguesía nacional y a los intereses de la burguesía exiliada de los males que encontraba en mi entorno: la desigualdad social, la corrupción en las empresas estatales, e incluso las ineficiencias de los gobernantes. Sí, llegué a creer que el problema estaba en que había un grupo de gobernantes “aburguesados” a los que ya no les importaba la igualdad social, lo cual me sugirió desde luego que podía existir otro grupo de gobernantes “buenos”. Publiqué un número atroz de páginas inútiles proponiendo soluciones para arreglar la ineficiencia de la empresa estatal socialista, critiqué a los socialistas “centristas” defensores de la propiedad privada, me convertí en un animal de circo de la propaganda del gobierno cubano. Yo de verdad creía estar haciendo lo correcto, a pesar de que mis ideas resultaran impopulares en mi círculo. Lo que era visible para los otros se hizo borroso para mí. Tuvo que pasar el tiempo para que me diera cuenta de que había sido cómplice de un gobierno que había hecho, y estaba haciendo, y haría en un futuro cosas terribles. Me da vergüenza hablar y escribir de estos temas. Lo menciono porque quiero que mi experiencia sirva de ejemplo. Lo más asombroso está en que muchas de mis “conclusiones” no eran falsas en sí, sino incompletas y complacientes. En efecto se estaba dando un tránsito feroz a la propiedad privada, pero su artífice no era la nueva burguesía, ni el exilio, sino una generación del poder militar cubano que estaba asegurando su futuro en la nueva Cuba. Y las desigualdades y las injusticias no habían empezado con la privatización, sino mucho antes. Pero no podía ver nada de eso, porque estaba obsesionado. De manera análoga, es muy probable que los cubanos no estemos viendo ahora el cuadro completo.

Y no escribo estas líneas con la intención de proponer un enfoque en particular al lector, porque para empezar yo no lo tengo. No estoy queriendo decir: tu interpretación de lo que está pasando está mal, esto es en verdad lo que está pasando. Es una posición arrogante que ya he adoptado con anterioridad, y que siento que ahora predomina. Estoy queriendo decir: probablemente cualquier interpretación que tengamos de un asunto, si nos enfocamos demasiado en el asunto de manera aislada, será incompleta y complaciente, y si muchas personas están obsesionadas con algo, y además están enfadadas y desesperadas, hay un peligro real de que se origine un fanatismo. El fanatismo es siempre la cristalización de la furia y la impotencia colectivas. Está hecho de fantasías violentas, que comprensiblemente se generan en tiempos terribles.

Años de represión sangrienta y de injusticia generaron en el pueblo cubano de los cincuenta la fantasía de fusilar a diestra y siniestra a sus verdugos, y de ser posible de torturarlos, como mismo habían torturado a sus familiares. Creo que la gente no entiende la revolución cubana. Ni aquellos que dicen defender su continuidad, ni aquellos que la culpan por la situación en la que está el país. En los años cincuenta la aristocracia cubana (una parte de la cual estaba asociada a Batista) se burlaba de los que decían que en Cuba podía suceder una revolución. Batista era visto como el hombre fuerte, que iba a aplastar cualquier rebelión costara lo que costara. Sin embargo, bastó la noticia de su huida para que en unas horas su infraestructura represiva se viniera abajo. Lo que sucedió en enero de 1959 casi nadie habría sido capaz de predecirlo. El pueblo, que durante tanto tiempo había reprimido sus deseos de venganza, salió a la calle para cobrar venganza por su propia mano. El nuevo gobierno revolucionario prácticamente se vio obligado a aceptar los fusilamientos de los militares batistianos. No estoy diciendo que lo hiciera contra su voluntad, o que no estuviera en sus planes, sino que de no haber querido, de no haber estado en sus planes, se habría visto obligado a hacerlo, o habría perdido toda su legitimidad. En enero de 1959 el pueblo cubano no era una masa ideológicamente compacta que juraba lealtad al libertador Fidel Castro. Era una masa cuyo fanatismo era cobrar venganza por todo lo que le había sido arrebatado. Fidel Castro era popular, pero más fuerte que la popularidad de Fidel Castro era el odio (comprensible) a Fulgencio Batista. Amantes y detractores coinciden en ver en Fidel Castro una figura que moldeaba la historia a su antojo (para bien o para mal). Yo creo que al menos en un inicio Fidel fue un producto histórico, alguien que funcionó como el ejecutor de las fantasías de la gente. No solo fantasías de violencia, sino fantasías como aprender a leer y a escribir, ser dueño de la casa que antes se rentaba, ser dueño de la tierra que antes era de un terrateniente, o de una vez y por todas no tener que rendirle cuentas a los todopoderosos gobernantes norteamericanos. Esto último es importante: la fantasía de la soberanía era una de las más fuertes que hasta entonces había tenido el pueblo cubano. Fidel no hizo al pueblo cubano a su imagen: el pueblo cubano de los cincuenta, fanatizado por sus circunstancias, hizo a Fidel. Y luego ese fanatismo fue institucionalizado. En las escuelas se empezó a enseñar a odiar a los norteamericanos. Se empezó a enseñar que la Crisis de los Misiles había sido un momento de gloria, cuando fue un momento imprudente, terrible, que ojalá no vuelva a suceder.

Y creo que esto es lo que pasa con el fanatismo: si surgen fanatismos heterogéneos, se crea un escenario de guerra civil, y si surge un fanatismo homogéneo, se dan las condiciones para el establecimiento del totalitarismo. Y las historias que cuentan los fanáticos son historias miopes. ¿Qué sabemos nosotros fuera de aquello con lo que estamos obsesionados? ¿Qué sabemos fuera de que hay colas y escasez, y de que se construyen hoteles absurdos, y de que están apresando personas? En Cuba solo se habla de qué han sacado en la tienda de la esquina, y de cuán malos son los gobernantes, y de cómo emigrar a otro sitio. La vida ha quedado reducida a eso. Y la culpa no es de la gente, está claro, pero lo que me pregunto es: ¿a la larga a dónde va a llevar eso?

El gobierno cubano, en medio de su profunda incompetencia y arrogancia, se llama a sí mismo revolucionario y socialista. Se puede estar en contra de las revoluciones y del socialismo, y además no estar de acuerdo con el gobierno cubano, pero se tiene que tener claro que actualmente el mismo no es ni una cosa ni la otra. Ni hace caso al pueblo, ni tiene el menor interés en la justicia social. En todo caso, teme y desprecia más que nunca al pueblo. La oposición cubana durante los inicios de la revolución era fundamentalmente conservadora, en el sentido de que quería restaurar el orden anterior (o instaurar alguno no muy distinto), y descreía de las revoluciones, descreía que los estallidos populares pudieran transformar positivamente la realidad. Curiosamente, esa idea entra en contradicción con lo que está sucediendo ahora: incluso los opositores más reaccionarios se ven obligados a suscribirse implícitamente a la idea de que los estallidos populares pueden traer saldos positivos. Del mismo modo, el gobierno cubano, que se dice continuador de una revolución, y los pocos simpatizantes que le quedan, poseen una esencia conservadora: creen que los estallidos solo acrecentarán el caos y la inestabilidad. La bandera de los revolucionarios ha sido siempre la libertad. La bandera de los conservadores, la paz. Nadie se atreve a negar el valor de la libertad. Nadie se atreve a negar el valor de la paz. Pero una u otra postura terminan silenciosamente negando la validez (al menos momentánea) de la libertad o de la paz. Se dirá que hace falta suprimir por un tiempo la libertad para mantener la paz, o suprimir la paz para alcanzar la libertad. Desde luego, no olvidemos que unos y otros no están en una situación comparable. El gobierno, al reprimir manifestaciones mayormente pacíficas, suprime la paz en nombre de la paz. ¿Qué queda luego? ¿Qué les queda a las personas desesperadas, que se han visto a sí mismas y a sus familias rodeadas de hambre, enfermedad y muerte, cuando no pueden reclamar libertad pacíficamente? ¿Hay alguna salida que no sea francamente espantosa? La verdadera pregunta es la siguiente: ¿ha llegado demasiado lejos el gobierno cubano en su incompetencia y en su arrogancia como para que, incluso proponiéndolo, sea imposible un concilio real?

Hasta hace un año todavía la pregunta era si el gobierno, por las razones que fuera, estaría dispuesto a escuchar los reclamos de la gente, y a hacer concesiones. Ahora la pregunta es si la gente (la mayoría de la gente) estaría dispuesta a hacerle concesiones al gobierno cubano, en el improbable e hipotético caso de que propusiera un concilio. Quiero pensar que todavía sería posible, pero de lo que no me cabe la menor duda es que de seguir las cosas como van ya ni siquiera eso sería posible. El peligro más inminente es un baño de sangre causado por el gobierno cubano. El peligro más grave es otro baño de sangre todavía mayor, tras la caída del gobierno. Como dije antes, el fanatismo heterogéneo conduce a guerras civiles, y el homogéneo a totalitarismos. ¿Será posible prevenir ambos escenarios? ¿Será posible alcanzar la paz y la libertad sin sacrificar una de las dos cosas? Quiero dejar claro algo: las revoluciones no son fanáticas. Las revoluciones son caóticas, y a menudo violentas, es cierto, pero no fanáticas, por la simple razón de que se componen de tantas personas, con pensamientos tan diferentes, que no se puede hablar de una unitaria “ideología de la revolución”. Lo que sucede es que es muy fácil que tras una revolución un grupo fanático adquiera el poder, y que soborne y entretenga al pueblo satisfaciendo algunas de sus fantasías, a cambio de la imposición de un nuevo orden, del que ni siquiera el pueblo se percate ni cuyos verdaderos fines conozca hasta que sea demasiado tarde.

No puedo estar más en desacuerdo con el gobierno cubano, pero la verdad es que no siento la menor simpatía tampoco por la comunidad cubana trumpista, que parece haber olvidado que en Girón los aviones norteamericanos rociaron con napalm a civiles. Tampoco me parece que Estados Unidos sea un modelo en ningún sentido: ni en justicia social, ni en paz, ni en libertad. Los comunistas fueron alguna vez perseguidos en los Estados Unidos con la misma ferocidad que los opositores son perseguidos hoy en Cuba. Y al parecer la única oposición cubana que está organizada y lista para tomar el poder (desde una distancia cobarde, por supuesto) es la oposición trumpista. Esto no justifica en ningún sentido la represión del gobierno a los manifestantes (mejor llamémoslos por su nombre: a los revolucionarios), pero sí pone sobre la mesa un asunto crucial: los pocos simpatizantes auténticos que todavía le quedan al gobierno, y los simpatizantes de las ideas socialistas o socialdemócratas que se oponen al gobierno, deben ser tomados en cuenta pase lo que pase. Cada parte debe estar abierta a hacer concesiones a cambio de que la otra le haga concesiones a ella. No hay otra salida. La mayoría que detesta a los gobernantes deberá hacer concesiones a la minoría que todavía los defiende. Porque en el fondo, ¿quién en esta isla es inocente? ¿A cuántos millones de personas habría que encarcelar y segregar?

Y reitero que en las revoluciones se originan fanatismos, pero las revoluciones no son por sí mismas fanáticas. Los ancianos, hombres, mujeres y menores de edad que han protestado en las calles no tienen un proyecto concreto que imponer al resto. Los políticos lo tienen. Y los políticos tienen la responsabilidad de negociar con los otros políticos. El extremismo se justificará siempre en la supuesta integridad (como lo hace el gobierno cubano ahora) para no negociar con sus oponentes. Pero la política se trata esencialmente de negociar los intereses de distintos grupos sociales, lo cual es contradictorio con la integridad, y es la razón por la cual no existen los políticos íntegros (los extremistas pierden la integridad de formas usualmente peores que negociando con sus enemigos, por cierto). No se me ocurre otra solución para alcanzar la paz y la libertad que descreer de las venganzas, porque si conseguimos por un instante alejarnos de lo que nos obsesiona, comprobaremos que compartimos más de lo que parece con los otros, no solo en el campo de nuestras virtudes, sino también en nuestros defectos. Ahora mismo, no obstante, ese concilio solo puede ser estar en manos del gobierno cubano. Porque las patrullas y la conexión a internet están en sus manos, y están peleando contra puños desnudos.

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Carlos Ávila Villamar

(Holguín, 1995). Ensayos y relatos suyos han sido publicados en revistas como Cuadernos Hispanoamericanos, Literal Magazine, La Santa Crítica y Erial.